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Bartomeu I

Patriarca de Constantinoble
 biografía

Queridísimos e ilustres invitados,

Me suscita realmente un sentimiento de humildad estar ante ustedes y escuchar los distintos reconocimientos en honor de nuestro ministerio patriarcal. Es especialmente difícil porque estas generosas felicitaciones provienen de líderes religiosos y de la iglesia ante nuestra presencia hoy que desde hace tanto tiempo admiramos personalmente y con los que hemos tenido el placer de trabajar estrechamente en colaboración espiritual.

No obstante, cuando reconocemos –en un espíritu de realismo y sinceridad– que nuestra aportación es solo como una gota de agua en un océano de dolor humano y de sufrimiento global, recordamos que en última instancia no hemos hecho más que lo que era nuestro deber de creyentes y de mortales. El Señor en las Escrituras nos enseñó a decir: “Cuando hayáis hecho todo lo que os mandaron, decid: No somos más que unos pobres siervos; Solo hemos hecho lo que teníamos que hacer" (Lc 17,10).

Desde el principio, además, debemos agradecer y sentir una deuda con todos aquellos que han ocupado antes que nosotros el Trono de Constantinopla desde los tiempos apostólicos hasta hoy. Entre ellos, ha habido muchos célebres santos y padres de la Iglesia, así como mártires valientes y confesores de la fe. Por otra parte, debemos recordar el visionario ministerio y orar por el reposo de nuestros extraordinarios antecesores, el gran Atenágoras y el humilde Demetrio, que abrieron y reforzaron el camino hacia el diálogo interrligioso y la reconciliación cristiana.

Con todo, en el camino de la espiritualidad ortodoxa, la auténtica celebración no se separa jamás de la vía de la cruz.  La nuestras es siempre una espiritualidad de "alegre sufrimiento" (χαρμολύπη). Nosotros no nos alegramos in recordar y compartir al mismo tiempo el sufrimiento de los demás. Y, en el Patriarcado Ecuménico, sin duda nunca hemos sentido alegría sin recordar que encarnamos una tradición que ha conocido tanto la gloria como el martirio a lo largo de los siglos.

Aún más significativamente, sin embargo, celebrando este año el veinticinco aniversario de nuestra entronización, hay algo que me viene a la memoria y que querríamos someter a su atención. Porque nos damos cuenta de que una fiesta para un pastor espiritual y obispo es también la afirmación de que el obispo mismo es hijo de Dios e hijo de la Iglesia. Al fin y al cabo, uno solo es vuestro Padre, el celestial (Mt 23,9). Eso, a su vez, significa que, a ojos y en el corazón del todopoderoso, todos nosotros –clero y laico, hombres y mujeres, personas conocidas y desconocidas– somos iguales; todos nosotros somos hermanos y hermanas.

Por tanto, el obispo –tanto si es un obispo asistente, un metropolita, un arzobispo, un patriarca, un patriarca ecuménico o incluso un papa– es también, ante todo, un siervo de la Iglesia y no solo un  líder.

De hecho, solo en la medida que el obispo es –más allá de cualquier otra cosa– un verdadero siervo, puede también ser un líder inspirador; en la medida en la que se mantiene realmente como hijo devoto de Dios –sin fingir o pretender reivindicar la autoridad y el poder– puede ser un padre misericordioso de la Iglesia. De hecho, estamos llamados –todos nosotros, sin importar cuál sea nuestro cargo– primero a ser hijos de dios y no gobernantes de las personas.

Estando ante ustedes, pues, estamos profundamente agradecidos a Dios y también a ustedes por habernos dado esta oportunidad de recordar que también nosotros somos un hijo, comprometido en un ministerio de la Iglesia, que el Padre del cielo nos confió.