Señor Presidente de la República
Señor Presidente de la República Centroafricana
Alteza Real Gran Duque de Luxemburgo
Santidad
Ilustres representantes de las religiones mundiales
Queridos amigos,
Encontrar aquí, en Asís, a tantas personalidades religiosas, humanistas, creyentes de diferentes religiones, es para mí una gran emoción y una satisfacción. Recuerdo, hace 30 años, cuando se diseñó sobre el horizonte de la ciudad de San Francisco una intuición tan simple como profunda: ¡que las religiones estuviesen juntas para hacer frente al desafío de la paz ante el mundo! No era algo descontado. No lo es mucho menos hoy, cuando el totalitarismo religioso se convierte en violencia y terrorismo.
Un acontecimiento simple pero nuevo: rezar por la paz, ya no unos contra otros como sucedió durante siglos, quizá durante milenios. Juan Pablo II invitó a Asís a los líderes de las religiones del mundo aquel 27 de octubre de 1986. Recuerdo Asís aquel día, frío y ventoso, pero invadido de luz. Daba la sensación de una jornada histórica.
No se habló ni se parlamentó. Se rezó solamente con una actitud pacificada: los unos junto a los otros por la paz. Fue una imagen inédita, casi un icono moderno: los líderes religiosos -con la variedad de sus vestidos tradicionales-, reunidos. Esa imagen tenía una belleza, casi una estética del diálogo. Mostrarse juntos daba testimonio a los respectivos fieles de que vivir juntos era posible, y de que los pueblos eran una única gran familia. Juan Pablo II dijo: “Quizá nunca como ahora en la historia de la humanidad se ha hecho a todos tan evidente el lazo intrínseco entre una actitud auténticamente religiosa y el gran bien de la paz”.
Este lazo se había ocultado por el fanatismo o los sistemas ideológicos. Asís no era un adecuarse a lo políticamente correcto, más bien la emergencia de una profundidad intrínseca a las tradiciones religiosas, que hacía caer enemistades seculares heredadas por la historia. Entonces el mundo, a pesar de alguna que otra tímida señal, estaba en jaque por los bloques contrapuestos, lo que todavía parecía la espina dorsal de la historia. ¿Qué podía hacer la oración?
En realidad, precisamente en aquellos años, las religiones iban asumiendo un papel público y en las relaciones entre los pueblos. Juan Pablo II había intuido que debían anclarse a la paz y liberarse de la tentación de resignarse a la guerra o justificarla. Con un solo gesto, se recuperaban las esperanzas y los esfuerzos pioneros de los que han soñado y visto desde lejos lo que estaba sucediendo. La novedad de Asís 1986 se vio por las reacciones enfadadas de los celosos cristianos y de otras religiones. ¿No se renunciaba a la originalidad irrepetible de la propia identidad?
Muchos, a finales de los años 80, concluyeron que Asís 1986 había sido una extravagancia de un gran papa, secundado por líderes religiosos complacientes, o quizá una cesión. Los astutos (que no faltan nunca en las religiones y en otros lugares) Aconsejaron que Asís 1986 quedase como un acontecimiento aislado, sin continuación, como la locura de un día. No era locura sino profecía. Aquella jornada asumió de inmediato el sabor de la historia. Recuerdo como si fuera hoy al papa Wojtyla que gritaba su esperanza: “La paz espera a sus artífices la paz… La paz es una tarea abierta a todos…”.
Para él, Asís no debía permanecer como un hecho aislado: que las religiones, acercándose de forma amigable, en la oración, liberasen energías de paz. Desde Asís partieron itinerarios concretos de pacificación que implicaron a los líderes políticos y religiosos. Recuerdo sólo el de Mozambique que, en 1992, puso fin a una guerra civil que había producido un millón de muertos.
Pocos meses después del acontecimiento, Wojtyla volvió a insistir tozudamente sobre lo que comenzaba a llamarse el “espíritu de Asís”: “Allí se ha descubierto, de forma extraordinaria, el valor único que la oración tiene para la paz; es más, que no se puede tener la paz sin la oración, y -añadió con fuerza- la oración de todos, cada uno según su propia identidad y en la búsqueda de la verdad”. Se necesita la oración de todos: sin excluir a nadie, sin que nadie deba renunciar a su propia identidad.
Por esto, desde 1987, maduré la decisión con mis amigos de la Comunidad de Sant’Egidio que la intuición de Juan Pablo II debía continuar, reuniendo a los líderes religiosos. Recuerdo el entusiasmo del cardenal Martini por aquel primer encuentro en Roma en 1987, en Trastevere, que Juan Pablo II apoyó con fuerza, pidiéndonos continuar. Le impresionó el deseo de tantos líderes religiosos de salir de su mundo particular y de situarse en un horizonte más amplio: el que -pocos años después- llamaríamos el mundo global. Muchas veces un mundo cerrado aprisiona a los creyentes con antiguas lógicas conflictivas, con nuevos fanatismos y nacionalismos. En el encuentro hay una liberación de todo esto.
De esta forma, año tras año, durante 30 años, hemos seguido encontrándonos. Mientras tanto, en el mundo, también las familias franciscanas han difundido el espíritu de Asís, favoreciendo una visión fraterna del encuentro entre la religiones. Es más, agradezco a las comunidades franciscanas porque non dejado que se apague esta luz. De la misma manera agradezco a mis amigos de Sant’Egidio que han creído en un camino tan concreto, pero que podía parecer ilusorio. En 30 años este espíritu ha caminado: ha construido fraternidad, ha hecho crecer acciones de paz, ha creado la conciencia del lazo entre comunidades religiosas diferentes, ha contrastado la subordinación de las religiones a la guerra y el terrorismo.
Desde el Oriente cristiano, un gran empuje en este sentido ha llegado con el patriarca ecuménico Bartolomé que, desde 1992, en la encrucijada del Bósforo, trabaja infatigablemente por el encuentro entre mundos diferentes. Quisiera saludar los 25 años de su compromiso por la fe y la paz, que se cumplen este año. Con claridad Bartolomé ha desenmascarado el fanatismo: “la guerra en el nombre de la religión es una guerra a la religión”. Pero la paz entre las religiones se conecta con aquella con el medio ambiente. Dijo en Nápoles en 2007: “la violencia (contra la naturaleza), tiene consecuencias sobre el hombre mismo, porque la naturaleza violentada se venga del hombre violador”.
En el camino de 30 años, nos hemos medido con la memoria de las guerras, la Segunda Guerra Mundial y la Shoah. Recuerdo el encuentro de Varsovia, el 1 de septiembre de 1989, a los 50 años del comienzo de la guerra mundial, en un clima trepidante porque un sistema estaba a punto de acabar. Allí acudieron numerosos líderes religiosos japoneses que, junto a los asiáticos, mantienen viva la memoria de la guerra mundial. El Venerable Eti Yamada, entonces con 94 años, que había participado en Asís, recordó: “Debemos seguir las ideas de la jornada de la Oración de Asís… de esta forma el espíritu de Asís fue llevado a Oriente”. Un japonés castigado por la guerra y a veces desorientado por las décadas de rápido desarrollo, ha sentido en el espíritu de Asís una referencia espiritual fuerte.
En las dos décadas sucesivas, el espíritu de Asís ha habitado el mundo global con sus desafíos: el acercamiento de los pueblos, pero también los nuevos miedos. Se ha medido con el terror de la historia que hoy afecta a tantos. Zygumunt Bauman, a quien saludo con estima y afecto, ha escrito: “La generación mejor equipada tecnológicamente de toda la historia humana -es decir la nuestra- es también la generación afligida como ninguna otra por sensaciones de inseguridad e impotencia”. Bauman ha ilustrado con lucidez la complejidad de lo humano: su persona y su pensamiento humanístico constituyen, no desde hoy, una referencia en el diálogo con los humanistas que consideramos esencial.
No hay hegemonía que pueda mantener unido a un mundo tan fragmentado y complejo como el global. La gobernanza mundial apenas consigue realizarse. Sin embargo se necesita una visión global y ecuménica: la conciencia de que formamos una única humanidad. El arte del diálogo se vuelve capital para unir y acercar, para poner a la luz lo que hay de común y valorar lo que es diferente. El empadronamiento del arte del diálogo -insiste Bauman- es “algo con lo que la humanidad debe confrontarse más que con cualquier otra cosa, porque la alternativa es demasiado horrible incluso con sólo pensarla”. Con el diálogo se vuelve a coser y se conecta un mundo muchas veces hecho pedazos.
Las religiones pacificadas se han convertido en laboratorios, también en los pliegues de la vida cotidiana, para desarrollar el diálogo como arte de vivir juntos: combaten las terribles simplificaciones materialistas, economicistas pero también fanáticas. Diálogo en la vida cotidiana: recuerdo cuando en la periferia incendiada de Abidjan, hace algunos años, el imán, el párroco y el pastor protestante detuvieron a la multitud que después del incendio de la mezquita, iba a quemar la iglesia. Lo mismo ha sucedido en Centroáfrica, donde el imán, el pastor y el obispo de Bangui han creado puentes entre grupos étnico-religiosos en lucha. En efecto, en todas las latitudes, o vivimos juntos o moriremos juntos.
Muchas veces, ante los actos terroristas, ante los conflictos, hemos escuchado decir: pero ¿de qué sirve vuestro diálogo? Se podría decir, ¿de qué sirve vuestra oración? ¡Qué vacío estaría el mundo! ¡Qué terrible sería el mundo sin diálogo ni oración! La oración ilumina de forma secreta el mundo, mientras que el diálogo mantiene unida la realidad que siempre corre el riesgo de fragmentarse en odios e comprensiones.
El diálogo es la inteligencia de la cohabitación: un arte necesario en un universo hecho de religiones, culturas, y civilizaciones diferentes. No una única civilización, sino la mayor civilización: la civilización del vivir juntos. Aquí laicos y creyentes se encuentran. Como ha dicho el presidente francés, saludando un gran amigo desaparecido, Emile Poulat: “La laicidad no es una doctrina ni un dogma, ni siquiera es la religión de los que no tienen religión. Sino que es el arte de vivir juntos”.
En estos años, muchos mundos religiosos se han convertido en espacios del culto al diálogo y al vivir juntos. Decía un estudioso de las religiones, gran compañero de nuestro camino, Pietro Rossano: “Toda religión, cuando expresa lo mejor de sí, tiende a la paz. Somos conscientes de que la religión en sí misma es una fuerza débil. Es ajena a las armas, al dinero, al poder político… Pero posee la fuerza del espíritu que puede hacerla fuerte, invencible y finalmente victoriosa”. Es la fuerza del espíritu la que conduce a vivir juntos en paz. Todo esto nos confirma en la necesidad de que todos tengamos una mayor valentía en crear un movimiento de paz.