En la isla de Chipre, cruce de todas las culturas y de todas las religiones en el transcurso de los milenios de la civilización humana, donde los hombres y las mujeres han visto de todo, y donde todavía queda el último muro de división de Europa, que nos llama a reflexionar y a meditar; en respuesta al manifiesto de la Iglesia de Chipre y de la Comunidad de Sant’Egidio, cuya existencia está dedicada a desvelar la luz del amor en el corazón de las personas y a construir puentes de compasión en el mundo en la búsqueda de la paz; dando testimonio en esta simbólica plaza, delante de los líderes espirituales, culturales y políticos del mundo, presentes hoy en la sabia asamblea de todas las religiones y culturas.
En nombre de todos los que sufren en todos los continentes, de las víctimas del odio y de la violencia entre los hombres, de todos aquellos que mueren por causa de la guerra, del abuso del poder, del terrorismo, de la avidez y de la sed de poseer, en nombre de todos los “desaparecidos”, cuya identidad está escondida por el horror de las fosas comunes; en nombre de todas las mujeres y de los hombres, adultos y niños, que han sido torturados y han sufrido abusos en el cuerpo y en el alma; en nombre de aquellos que han sido deportados, obligados a abandonar sus casas, los espacios físicos y sociales, sus raíces y culturas, sus tradiciones y los recuerdos más hermosos. En nombre de aquellos que han sido secuestrados, cuya vida ha sido arrebatada y usada como mercancía de intercambio para satisfacer el hambre y la ambición de potentes señores de la guerra y de criminales. En nombre de todos aquellos que en este preciso instante, mientras estamos hablando gritan en el dolor, cuya sangre y cuyas lágrimas son engullidas por la indiferencia del género humano y cuya invocación de ayuda no conseguimos escuchar. En nombre de todos ellos, os imploro que comuniquéis a todas las naciones de la tierra este afligido manifiesto, que brota del profundo de nuestros corazones, del lugar en el que custodiamos toda memoria, todo sueño, toda aspiración, toda certidumbre.
Decid a las naciones “¡tened fe, no os rindáis!” porque nosotros, que hemos sufrido y lo hemos perdido todo, no hemos perdido la esperanza. Os pedimos creer que un mundo mejor es posible, que el bien vence siempre al mal, y que los días que vendrán serán el principio del tiempo del espíritu, que nosotros estábamos esperando.
Las soluciones que hemos estado buscando, y de las que tenemos necesidad, no vendrán de la inteligencia de los hombres sino de la fuerza del amor. Los hombres y las mujeres del mundo sienten el vacío de una vida dedicada al consumo, donde el señor del universo es el yo de cada uno.
Los valores de nuestra civilización deben cambiar: no más sed de poder y de avaricia, sino servicio y don.
El verdadero cambio debe comenzar en cada uno de nosotros. Y es de la suma de los cambios que cada uno es capaz de realizar que podremos construir un mundo mejor.
Si aceptamos trabajar en nosotros mismos, para ser, día tras día, más humildes y más compasivos, menos egoístas y más dispuestos a actuar de forma solidaria, más tolerantes y más comprometidos en resolver los problemas, en lugar de crear problemas nuevos, entonces seremos capaces de infundir los valores de armonía y de paz alrededor nuestro, y a través de nuestro ejemplo, comenzaremos a poner los cimientos de una nueva civilización de la paz.
Esta búsqueda de crecimiento espiritual nos guiará a un mundo nuevo. Los guías y los líderes de nuestro tiempo deben poner de acuerdo las propias acciones para dirigirse a esta realidad, encarnando hombres y mujeres nuevos para una nueva era.
Cada uno de nosotros tiene el poder y la libertad de realizar el mal o el bien. Podemos expresar lo peor o lo mejor de nosotros. Es una elección y nosotros, víctimas de lo peor, sabemos que la línea que divide el bien del mal es tan fina que no hay ninguna ley que pueda impedir escoger el mal si no se dirige la mirada a Dios.
Al hacer esto, comprometámonos juntos a ver las religiones no como muros que dividen, sino como puentes que nos unen. No olvidemos que la felicidad a la que aspira el mundo florecerá cuando nuestra fe no será utilizada con fines políticos, sino para transformar la política.
Nosotros somos los constructores de un tiempo nuevo, aquellos que inauguran un tiempo nuevo del espíritu. Estamos seguros, en lo profundo de nuestros corazones, de que nuestro tiempo es el oportuno para que los sueños se hagan realidad. Con fe todo es posible.
Chipre, 18 noviembre 2008