Ilustres representantes de la Iglesias cristianas y de las grandes Religiones mundiales
En estos días hemos intercambiado pensamientos, preocupaciones, sueños, propósitos. Junto a los líderes religiosos, a los que doy las gracias, muchos catalanes y amigos procedentes de muchas partes de Europa han participado con sus preguntas y con su presencia constructiva. Muchos amigos de la Comunidad de Sant’Egidio han trabajado voluntaria y apasionadamente en la realización de estos días. Así ha hecho la Archidiócesis de Barcelona y el Cardenal Sistach con un gran sentido de hospitalidad. A él se han unido los demás obispos de Cataluña. Tampoco puedo olvidar las generosas instituciones de la ciudad y de Cataluña.
Barcelona se ha convertido en un corazón pulsante de diálogo. Se ha visto que responde a la vocación de la ciudad. Diálogo no es una palabra retórica. Aquí se ha visto la concreción. No sólo la materia es concreta. A veces lo es mucho más el espíritu que, come una corriente, anima la historia. Hemos vivido la paciencia, la fatiga, la satisfacción del diálogo. El diálogo parte del reconocimiento del otro como miembro de la familia, aunque no se me parezca en muchos aspectos. No quiero eliminarlo, matarlo, porque me es familiar, sino que hablando con él quiero encontrar una comprensión. Estos días han sido un laboratorio de diálogo que abraza las religiones, los continentes, los pueblos, los hombres y las mujeres, partiendo de la convicción de que somos una familia. ¿Utopía? No, una gran esperanza. Mejor dicho, una gran visión.
Estos días refuerzan la convicción de que es posible vivir juntos si se dialoga. No bastan las instituciones internacionales si no las impregnamos de un espíritu de familia que abrace los pueblos y las personas. En el corazón de ciudades y de pueblos se ha apagado el sentido de la comunidad, del destino común. Quizá el de la unión de los pueblos, como Europa, no ha nacido nunca. Quizá no ha surgido nunca un sentido difuso del destino común del mundo entero. Creemos que las religiones pueden dar consistencia a la conciencia de un mundo como casa común de los pueblos, porque, hablando de Dios, ven más allá de la prepotencia del presente, del engaño de lo material. Quien cree en Dios comprende que el camino de las criaturas es el de un gran y único pueblo que se encamina hacia su destino eterno. Queridos amigos, ¿acaso no hay una pregunta profunda que se dirige hacia las religiones? ¿Una petición de orientación para existencias replegadas sobre sí mismas? Muchas sociedades nuestras piden un fin para el que vivir. Muchas crisis políticas se explican por la ausencia de una misión por la que vivir. Sí, se explican con el vacío.
La paz, anhelo y gran bien para quien vive en la guerra, parece algo de poco valor para quien ya la disfruta, como nosotros los europeos. Pero vivir en paz es un recurso decisivo para realizar una misión. La paz es una riqueza en la que hay que invertir en un mundo demasiado marcado por las guerras, los conflictos y la pobreza. La paz no puede marchitarse en un mundo sin sueños ni visiones. La paz no puede marchitarse en las arcas de los avaros o de los miopes. Hemos vivido la experiencia de malgastar la paz en la primera década de este nuevo siglo en muchas formas de violencia, en el terrorismo brutal, en las guerras, en la limitada lucha contra la pobreza. Ahora, en el corazón del siglo XXI, se debe inaugurar una nueva década de paz, de comprensión más radical entre los pueblos, de compromiso para reducir la pobreza. Para cumplir este ambicioso programa no bastan agendas bien programadas, se necesita espíritu, generador de esperanza.
Salimos de estos días en Barcelona con mucha esperanza: cada vez más convencidos de que el diálogo es la herramienta de oro con la que construir un mundo mejor, con el que dar paz, con el que vivir en paz. Tenemos la esperanza de que, con la fuerza débil de la fe, es posible reconducir nuestro siglo hacia un tiempo de paz: paz en la vida de los pueblos, entre los pueblos y en el corazón de los hombres.