Hombres y mujeres de diferentes religiones, procedentes de muchas partes del mundo, nos hemos reunido en Barcelona, en una tierra que celebra con el arte la belleza de la familia de Dios y de la familia de los pueblos, para invocar al Altísimo el gran don de la paz.
Hemos dejado atrás una década difícil. Ha sido un tiempo en el que el mundo ha creído más en la contraposición y en el conflicto que en el diálogo y en la paz. Tenemos presentes los miedos de muchos hombres y mujeres en numerosos lugares del mundo, el dolor de guerras que no han traído la paz, las heridas causadas por el terrorismo, el malestar de sociedades afectadas por la crisis del trabajo y por la incertidumbre del futuro, el sufrimiento de muchos pobres que llaman a la puerta de un mundo más rico y que a menudo encuentran puertas cerradas y desconfianza.
Nuestro mundo está desorientado a causa de la crisis de un mercado que se ha creído omnipotente, y a causa de una globalización que a veces no tiene ni alma ni rostro. Pero en realidad, la globalización es una oportunidad histórica. Une mundos alejados, y para lograrlo tiene que encontrar una inspiración generosa. En cambio, se ha visto acompañada por el miedo, la guerra, la cerrazón hacia el otro y el temor a perder la identidad.
Es necesario abrir una nueva década en la que el mundo globalizado se convierta en una familia de pueblos. Este mundo necesita alma. Pero sobre todo necesita paz. La paz es el nombre de Dios. No es algo superficial. Proviene de lo profundo de cada tradición religiosa. Quien usa el nombre de Dios para odiar y humillar al otro abandona la religión pura. Quien invoca el nombre de Dios para hacer la guerra y para justificar la violencia actúa contra Dios. Ninguna razón ni ofensa recibida justifican nunca la eliminación del otro. Lo más profundo de nuestras identidades religiosas, nuestras historias diferentes, la oración vivida los unos junto a los otros, nos permiten decir al mundo: necesitamos vivir juntos un destino común. Las religiones atestiguan que existe un destino común de los pueblos y de los hombres. Este destino se llama paz.
A través del diálogo ese destino común que es la paz se hace realidad. El diálogo es el camino para encontrarlo y construirlo. Nos protege a cada uno de nosotros y nos hace seguir siendo humanos en un tiempo de crisis. El diálogo no es ingenuidad. Es la capacidad de ver lejos aun cuando todos miran sólo cerca y por eso se sienten solos, resignados y asustados. El diálogo no debilita sino que refuerza. Es la verdadera alternativa a la violencia. Nada se pierde con el diálogo. Todo es posible, incluso imaginar la paz. En una sociedad en la que cada vez es más frecuente que personas diferentes vivan juntas, es necesario aprender el arte del diálogo. No debilita la identidad de nadie y permite volver a descubrir lo mejor de cada uno y del otro. Nuestras sociedades necesitan aprender de nuevo el arte de convivir.
Después de estos días estamos cada vez más convencidos de que un mundo sin diálogo no es un mundo mejor. Necesitamos paz, y no hay paz sin diálogo. La paz es el mayor don de Dios. La paz requiere oración. Ningún odio, ningún conflicto, ningún muro puede resistirse a la oración, al amor paciente que se hace don y perdón al tiempo que educa desde la raíz para construir un mundo en el que no todo es mercado y donde lo que es realmente importante ni se compra ni se vende.
Queremos entrar en la década que se abre con la fuerza del Espíritu, para crear un tiempo de esperanza para el mundo. Hace falta esperanza. Pero nosotros tenemos esperanza. Nuestra esperanza viene de lejos y mira hacia el futuro. Un destino común es el único destino posible.
Que esta pueda ser la década de la paz, del diálogo y de la esperanza.
Barcelona, 5 de octubre de 2010