17 Septiembre 2019 18:00 | Catedral de la Almudena

Meditación de Joan



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Joan

Obispo metropolita ortodoxo, Albania
 biografía

"Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No os sintáis turbados, y no os acobardéis." 
Juan 14,27  

 
Antes de partir, nuestro Señor Jesucristo, sabiendo que sus discípulos iban a hacer frente a un duro mundo de agitación y aflicción, les da un poderoso don: su paz, que es más fuerte que todas las armas del mundo. Destaca que Él da la paz no como la da el mundo, revelándonos que existen dos tipos de paz: su paz y la paz del mundo; la paz verdadera y eterna y la paz falsa y pasajera. 
 
La paz que da el mundo es inestable, es solo de palabra y no dura mucho tiempo, porque no tiene cimientos. Depende de la voluntad humana, que a menudo está contaminada por el egoísmo y la avaricia, depende de las frágiles emociones de las personas y de sus intereses, que cambian rápidamente. La paz del mundo es una paz externa. Dios mismo, a través de la boca de sus profetas, afirma sobre este tipo de paz: dicen "¡Paz!", cuando en realidad no había paz (Jeremías 6,14; Ezequiel 13,16, Miqueas 3,5, por citar algunos). 
 
Quienes deberían ser los verdaderos guías del pueblo dan falsas esperanzas y eso los  convierte en falsos profetas. En nuestro tiempo, lleno de mentiras y medias verdades, la gente necesita desesperadamente el papel profético de la Iglesia. El papel profético de la Iglesia es decir lo que dice Dios. Muchas veces la verdad no coincide con lo que la gente quiere oír. Pero no podemos hacer concesiones con la verdad. Vivir con la verdad no es fácil, pero es la única manera de ser ontológicamente libre. El cristianismo genuino no consiste en entretener a la gente, sino en salvarla. Tenemos que proclamar siempre y en todas partes que no hay paz sin presencia de Dios y sin su justicia.
 
Solo la paz que Cristo nos da es sólida y sustancial; es una paz espiritual fruto de una reconciliación entre el hombre y Dios y del restablecimiento de unas relaciones justas y auténticas con Él. Su paz es una paz interior, una paz que soporta todas las tormentas que se desatan en su ausencia. La paz de Cristo calma el corazón atribulado y lo salva del miedo, porque es fruto de su presencia en nuestro corazón y nos llena de amor. No cabe temor en el amor, escribe san Juan. 
 
Cristo da al mundo la paz, no solo en su acepción espiritual y sacramental, sino también en su acepción escatológica. Su paz es una anticipación del Reino, pues es la presencia misma de Dios en nosotros, ya que Dios es la única fuente de paz. El título mesiánico de "Príncipe de la paz" que encontramos en Isaías es aplicable plenamente a Cristo, el "Rey de la paz".
 
Pero debemos tener siempre en cuenta que el hombre es un ser comunitario. Como dijo Tertuliano, unus christianus nullus christianus. El cristianismo es desde su inicio una realidad corporativa, una comunidad. Ser cristiano significaba pertenecer a la comunidad, no ser un individuo aislado. Por tanto, la paz que Cristo da no implica cerrarse en uno mismo. Nuestra paz personal se hace realidad en la paz de la comunión y adquiere una dimensión comunitaria y social. Cristo es nuestra paz –dice san Basilio–, quien busca la paz busca a Cristo... Sin amar a los demás, sin una actitud de paz hacia todos los hombres, nadie puede ser considerado un auténtico siervo de Cristo. Bienaventurados los que trabajan por la paz –dice el Señor–, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
 
¡Queridos hermanos y hermanas en Cristo! Nuestro Dios es un Dios de paz y nosotros estamos llamados a servir la paz. Dejemos que la paz llene nuestro corazón y luego rebosará y llegará a los demás. Del mismo modo que una vela apagada no brilla, tampoco nosotros podemos esparcir la paz si no la tenemos en nuestro corazón. Adquiere la paz en tu corazón –dijo san Serafín de Sarov– y miles se salvarán a tu alrededor. Amén