Es un gran honor para mí poder hablar hoy ante vosotros.
El 24 de febrero, yo, como millones de ucranianos, me desperté por las explosiones, no muy lejos de mi casa, y entendí que estaba sucediendo lo que pensábamos que era imposible que sucediera, lo que parecía que solo sucedería en algún lugar lejano, pero nunca nos sucedería a nosotros. El ejército ruso había invadido Ucrania y empezaba la guerra. En aquel momento nuestra vida cambió para siempre. Cogí a mis dos hijos gemelos y, con mi madre, salí de Kiev hacia Ucrania Occidental. Mis amigos y mi marido se quedaron en Kiev. Pasaron las noches en estaciones del metro, en refugios subterráneos.. La sede de los “Jóvenes por la paz” de la Comunidad de Sant’Egidio en Kiev recibió el impacto de un misil mientras en ella se refugiaban ocho personas. Fue un milagro que resultaran ilesas.
Durante estos meses hemos escuchado muchas historias terribles. Son historias que nos tocan desde muy cerca: nuestros familiares o conocidos están en el ejército o en el frente, otros viven en las ciudades atacadas, algunos han resultado heridos y otros muertos, hay quien está prisionero o se ha perdido. Facebook se ha convertido en una necrológica. El dolor se ha convertido en una norma. Nos despertamos por la mañana y en seguida comprobamos qué ha explotado durante la noche. Después suenan las sirenas antiaéreas y nos protegemos en los pasillos interiores de nuestros pisos o en los refugios. Hemos almacenado agua y alimentos. Durante la cena discutimos sobre la posibilidad de cómo prepararnos para una explosión atómica.
Un tío mío que vive en la región de Jarkov, en la ciudad de Izium, junto a su familia, permaneció escondido durante semanas en el sótano de su casa, mientras en la ciudad se producían los combates. Su nieta pequeña le dijo “abuelito, tráeme, por favor un poco de te”. Él salió del sótano y fue a casa. En pocos minutos un misil impactó en el edificio y toda su familia murió: su mujer, su hija, su yerno y sus nietos. Mi tío sobrevivió pero tardó cuatro horas en salir de debajo de los escombros. Mi tío dice: “No sé cómo vivir ahora, no sé qué hacer”.
Esta pregunta, “cómo vivir ahora” es la misma pregunta que se hacen todos los ucranianos.
Cuando en los primeros días de la guerra me pareció que mi vida se había roto, encontré una respuesta: se pueden destruir nuestras casas, las ciudades, pero no se puede destruir el amor la solidaridad, la capacidad de ayudar a los demás, nuestros sueños.
Antes de la guerra, en Sant’Egidio, me ocupaba de la Escuela de la paz con los niños. Estuve en Irpin para llevar ayuda: la ciudad ha vivido cosas terribles, las casas y las escuelas han sido destruidas, las personas por la calle te cuentan que han perdido a sus seres queridos. Justo en Irpin hemos abierto una escuela de la paz. Para muchos niños ha sido el lugar donde han podido sonreír de nuevo, han jugado y han encontrado amigos.
Muchos encuentran respuesta a la guerra ayudando a los demás. La Comunidad de Sant’Egidio ha intentado ayudar desde el primer momento. Hemos repartido alimentos por la calle a los sin techo, incluso en los días en los que Kiev era atacado, cuando estar por la calle era peligroso. Hemos abierto centros para refugiados, donde les damos alimentos, que nos llegan con cariño y generosidad desde Europa.
Así, paso a paso, corazón tras corazón, restauramos la paz que ha sido rota. Nosotros resistimos a la guerra, necesitamos la paz, soñamos la paz. Un día esta guerra terminará y ese día será el día de un nuevo nacimiento para todos. Hoy nosotros, cada uno con sus modestas fuerzas, queremos adelantar ese día. Os doy las gracias a todos vosotros que buscáis caminos para devolver la paz a Ucrania, para poner fin a esta guerra terrible y salvar a las personas que sufren.