6 Septiembre 2009 17:00 | Auditorio Maximum

Discurso de introducción



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Andrea Riccardi

Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
 biografía

Intervención del profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant'Egidio

Señor Presidente de la República,
Alteza,
Eminencia cardenal Dziwisz
Ilustres representantes de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones mundiales,

A setenta años del inicio de la guerra mundial, hemos venido,  hombres  y mujeres de diferentes religiones, como peregrinos en la tierra que primero sintió el paso pesado del ejército alemán. El 1 de septiembre de 1939 empezó la invasión de Polonia, país mártir destinado a la aniquilación. La guerra, en pocos años, iba a condensar los males que la humanidad del siglo XX era capaz de producir. Durante la guerra, algunos judíos polacos escribían: “Sentimos como si en cada momento estuviéramos acercándonos al borde del abismo, un abismo con las fauces abiertas y listas para engullirnos”. El abismo del Holocausto engulló –sin motivo alguno– a seis millones de judíos, a manos de los alemanes y de sus colaboradores.
El horror de la guerra es la mayor lección a nuestro tiempo. Una lección para meditar. La guerra es la muerte de todo lo que une a los pueblos, que se convierten en enemigos.
Pero del abismo de la guerra y del repudio a la guerra nació o renació el humanismo de nuestro tiempo, capaz –tal como nos ha dicho Benedicto XVI en su mensaje de hoy– de hacer realidad "una cultura y un estilo de vida marcados por el amor, la solidaridad y el afecto por el otro". De la guerra nació la voluntad de los europeos de tener un destino común: nunca más la guerra entre ellos. Me alegra ver la presencia entre nosotros del Presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso. Del crisol de la guerra renacieron las ideas de libertad, que llevaron al final del colonialismo; que liberaron al Este europeo tras el invierno de casi medio siglo de comunismo. Ninguna cultura política, ninguna visión del futuro, ningún humanismo, pueden olvidar el crisol del fuego que fue la Segunda Guerra Mundial. Una humanidad sin memoria produce políticas inconsistentes efímeras, sin futuro, presas de los fuegos artificiales del mundo mediático.
Los hombres y las mujeres que han sufrido en la guerra a menudo son maestros y testigos de la paz como búsqueda de lo que une a los pueblos. Un hijo de la guerra fue Juan Pablo II, que había nacido en 1920. Él, que se salvó de aquel mal, sentía la responsabilidad de explicar el horror de la guerra: narrar el destino común  de la humanidad que es la paz, no el abuso de unos sobre otros. Estamos en Cracovia, su patria, para homenajearle. Algunos tienen veneración por él como un gran papa. Otros, como gran maestro cristiano. Todos piensan que fue grande, como raramente se encuentra en la historia. Testigo de fe cristiana, fue también un maestro de humanismo.
En plena guerra fría, en 1986, en efecto, Juan Pablo II convocó en Asís, patria de san Francisco, a los líderes de las grandes religiones para rezar por la paz, no unos contra otros, sino unos con los otros. Desde entonces empezó a soplar el espíritu de Asís. Lo recuerda bien el cardenal Etchegaray, uno de los grandes artífices de aquel evento. Lo recuerda bien el cardenal Dziwisz, fiel como un hijo a Juan Pablo II, que sabe la importancia que el Papa daba a aquel acontecimiento histórico. Y aprovecho la ocasión para agradecer al cardenal por la hospitalidad y la colaboración generosa, sin la que este evento habría sido imposible; y por la hermosa liturgia con la que nos ha acogido.
La Comunidad de Sant’Egidio comprendió que Asís debía continuar después del 86. Todavía oigo la voz fuerte de Juan Pablo II, en Asís, en 1986, que invitaba a continuar: la consideré como un llamamiento. El espíritu de Asís es diálogo entre las religiones, conscientes de la aportación decisiva que las religiones y el espíritu pueden hacer a la paz. Año tras año, nos hemos movido por países diferentes. Juan Pablo II apoyó este peregrinaje. Al finalizar aquella inolvidable jornada de 1986, dijo:
“Juntos hemos llenado nuestros ojos con visiones de paz que liberan energías para un nuevo lenguaje de paz, para nuevos gestos de paz, gestos que romperán las cadenas fatales de las divisiones heredadas por la historia o creadas por las ideologías modernas. La paz espera a sus trabajadores…”.
Tres años después, en 1989, en Polonia se rompieron las cadenas creadas por las ideologías. El fin del comunismo fue una transición pacífica, hecha con la fuerza de los desarmados. En los años setenta y ochenta, se decía que la historia sólo se podía cambiar con la violencia o la revolución armada.
En 1979, hace treinta años, Karol Wojtyla volvió, ya como papa, a Cracovia, y pidió a los polacos que no cedieran a la resignación. Parecía imposible hacer algo nuevo frente al muro contundente de la guerra fría. Sólo una nueva guerra mundial –se decía– podría derribar aquel muro. Juan Pablo II no quería una guerra, pero su amor por la paz no era resignación: creía en la fuerza del espíritu. Con el viaje a su patria en 1979 dio nuevo vigor al espíritu de los polacos y abrió una brecha de esperanza en un horizonte oscuro.
En 1989, a diez años del primer viaje, tuvo lugar un gran cambio histórico: de manera pacífica. Me dijo el papa en una ocasión. “Viendo el 89 se entiende que no rezamos en vano en Asís en 1986”. La oración es una fuerza histórica. La Comunidad de Sant’Egidio, el 1 de septiembre de 1989, con muchos líderes religiosos fue a Varsovia en el nombre del espíritu de Asís. No rezamos en vano por la paz en África. Pienso en la paz de Mozambique. En la de Burundi.
Existe una corriente profunda, que las noticias no perciben. El espíritu cambia la historia. Los hombres, que a veces son hombres subterráneos como dice Dovstoyevski, cambian la historia. En 1958, cuando el cardenal Wyszynski, valiente primate de Polonia en los años oscuros, fue a Roma, un gran creyente italiano, el alcalde de Florencia, Giorgio La Pira, intuyó el futuro: “Wyszynski es la Iglesia que, perseguida, avanza y vence… El imperio comunista –a pesar de todas las apariencias– ya está tocado de muerte: las murallas de Jericó –a pesar de las apariencias – ya han sido abatidas…”. Muchos se reían de las visiones de aquel soñador.
La fuerza de los mediocres y de los miopes es ridiculizar y desmenuzar las visiones de los grandes. Se reían de Juan Pablo II, cuando durante la guerra fría hablaba de una Europa que va desde el Atlántico hasta los Urales; pero luego quedaron atónitos en el 89. Juan Pablo II fue un gran creyente. Para muchos de nosotros fue un santo. No un relativista irénico, sino un firme creyente que creyó que el diálogo era indispensable para la paz: para crear una civilización de la convivencia.
El mundo tras el 89 tenía posibilidades de crear esa civilización. El mundo globalizado es una gran ocasión de paz. Muchos prefirieron confiar en una globalización económica, considerada como una providencia que lo lleva todo al bien (aunque de eso hablará mi amigo Michel Camdessus). Otros empezaron a ver un mundo guiado por la lógica del choque: choque de religiones o de civilizaciones. Y, sobre todo tras las sangrientos actos terroristas del 11 de septiembre de 2001, hemos asistido a la crisis del diálogo. Se ha afirmado –¡otra vez!– el uso de la fuerza y de la guerra, como instrumento para resolver los problemas. Los resultados tristes de esta política están ante nuestros ojos.
Se ha tildado al diálogo de ser un camino débil y perdedor. Pero la agresividad produce agresividad. El desprecio hace que resuciten muros de odio, enterrados desde hace apenas unas décadas.
Nosotros nos hemos mantenido firmes en estos últimos años, con la confianza de que el diálogo escribe la historia mejor. Nos hemos mantenido firmes, cuando nos decían para qué sirve el diálogo o cuáles son sus resultados. El diálogo es, como la oración, algo que no se puede medir con criterios miopes. ¿Qué sería el mundo sin oración?
Europa en su esencia es diálogo, como ha declarado el Presidente Barroso: “Europa representa una especie de laboratorio, hecho de unión de soberanías distintas, de respeto de las diferencias”. El diálogo une los cabos de la unidad.
Nuestro mundo ha perdido demasiado la pasión por la unidad. Lo podemos ver en el escepticismo hacia Europa. Lo podemos ver en el culto de las patrias locales o en el retorno de los nacionalismos. Lo podemos ver en la desconfianza hacia el extranjero, como si fuera una amenaza. La caída de la pasión por la unidad se manifiesta en la poca preocupación por la unidad de los cristianos, preocupación que sí sintieron algunos grandes como Pablo VI, el patriarca ecuménico Atenágoras o el metropolita ruso Nikodim. El mundo globalizado, sin búsqueda de la unidad, enloquece y se rompe peligrosamente.
Cuando se produce la realización de nuestro mundo (incluso religioso), cuando vivimos en una profundidad espiritual limitada, se apagan las pasiones de unidad. El fundamentalismo legitima el desprecio por los demás en la autosuficiencia agresiva. Se contamina la pasión por el diálogo. Se renuncia a un arte necesario en el mundo de hoy, donde gente distinta convive junta, donde ningún país es autosuficiente. Sin el diálogo es difícil vivir en el mundo de hoy, es difícil vivir en los escenarios del gran mundo.
Para las religiones el diálogo es algo espiritual. El diálogo es conversión profunda y meditada, que nos llama al camino de Dios, empezando un diálogo con Aquel que está más allá de nosotros.
Es significativo que, para los musulmanes, este sea el tiempo sagrado del Ramadán, ayuno, purificación y retorno a Dios. Gran ocasión (hasta el punto que el Profeta dice: “Cuando llega el Ramadán se abren las puertas del Paraíso, y se cierran las del Fuego, y los demonios quedan atados”). Un creyente de rara inteligencia, el obispo Pietro Rossano recordaba que “toda religión, cuando manifiesta lo mejor de sí misma, tiende a la paz”. Volver a Dios lleva misteriosamente a redescubrir el gran valor de la paz. Para algunas religiones la paz es el nombre de Dios. Vivir profundamente la propia fe no lleva a divergir sino a converger hacia los demás. Jesús enseña: “bienaventurados los humildes, porque heredarán la tierra". Poseer la tierra no significa dominarla, derrotar o despreciar al otro, sino ejercer la humildad y la comprensión.
Karol Wojtyla se maravillaba de la trama que une a las religiones,  aun en su radical diversidad: “en lugar de maravillarnos –escribía– porque la Providencia permite una variedad tan grande de religiones, nos deberíamos maravillar más bien por los numerosos elementos comunes que tiene".
Un mundo globalizado,  en sus infinitas facetas, necesita unidad. El diálogo entre las religiones es el alma de esta unidad. No es un rito, sino una pasión. El espíritu de Asís nos impulsa a atestiguar públicamente –como haremos en el momento final en la plaza del mercado de Cracovia, tal como venimos haciendo desde 1986– la voluntad de estar juntos: distintos y en paz. El diálogo es el trabajo de costura paciente de una humanidad dividida, capaz de volver a coser los destinos de los pueblos. Revela aquel misterio de unidad que se esconde detrás de las historias complejas del mundo globalizado. El diálogo es la medicina que libera de los demonios del odio, del desprecio, de la guerra.
Siempre el recuerdo del sufrimiento –como ha dicho esta mañana en su hermoso discurso el metropolita Serafim– es evocado en nuestros encuentros en el espíritu de Asís. Dentro de dos días, nuestro congreso se convertirá en peregrinaje hasta el borde del abismo del dolor, Auschwitz. Allí, en un día de ayuno, nos haremos peregrinos. No se puede tener una idea abstracta del mal, de la división y de la guerra. No basta con eso. Hay que pisar un lugar, ver, sentir, tocar. Ese es el sentido del peregrinaje en todas las religiones. Y es el sentido del peregrinaje de las religiones a Auschwitz, abismo del mal. Allí, en el borde del abismo del que no se ve el fondo, se siente la necesidad de indicar otro camino para la humanidad el destino común de los pueblos en la paz.
A setenta años del inicio de la guerra, por las calles de la hermosa y noble Cracovia, como también por los senderos tristes de Auschwitz, no resuena el paso de las tropas de ocupación, ni el paso cansado de los deportados o de un pueblo humillado; resuena el paso amigo de los peregrinos de distintas religiones. Esto no habría sido posible hace setenta años, cuando la división de la guerra se unió a las divisiones culturales y religiosas, heredadas de la historia. Fue posible hace veinte años, en 1989, en Varsovia, cuando el mundo estaba cambiando. Hoy es posible estar juntos. No podemos desperdiciar una ocasión así frente a una globalización enloquecida en la crisis económica. Gente de religiones distintas se reúne, sin confundirse, buscando lo que une. Escruta el futuro en el diálogo, como soñaban en tiempos lejanos Raimon Llull i Nicola Cusano. E indica la voluntad de continuar caminando juntos por el camino del diálogo y de la paz. Porque estar juntos, sin confusión pero sin divisiones, manifiesta el destino común de la humanidad. A ese destino hay que darle una alma.