Según el World Prison Brief, América Latina tiene el promedio regional de ocupación carcelaria más alto del mundo, con un 160%, lo que genera condiciones infrahumanas de hacinamiento, insalubridad y riesgo sanitario.
En algunos países, la situación es aún más dramática. Haití tiene la peor cifra de hacinamiento en sus cárceles, con una ocupación penitenciaria del 454,4% en comparación con la capacidad informada oficialmente. Le siguen Guatemala, con una ocupación del 367,2% en sus cárceles; Bolivia, con el 269,9% de ocupación; Granada, con el 233,8%; Perú, con un 212,2% y Honduras, con un 204,5%.
A nivel mundial, la población de mujeres privadas de libertad ha sido siempre menor a la de hombres privados de libertad. Así, se estima que las mujeres constituyen el 6,9% de la población carcelaria mundial (World Prisión Brief, octubre 2022). Es decir, alrededor de 740 mil se encuentran recluidas en establecimientos penitenciarios en todo el mundo, frente a los casi 11 millones de hombres privados de libertad. Esta cifra “pequeña” ha contribuido – intencionalmente o no - a invisibilizar su problemática y necesidades particulares.
Según los datos disponibles, la población penitenciaria femenina en América Latina ha crecido un 57.1% en las últimas dos décadas, mientras que la población general solo ha aumentado un 19.1%1. Este incremento se debe principalmente a la aplicación de políticas represivas de drogas, que castigan con dureza a las mujeres que participan en los eslabones más bajos del narcotráfico, muchas veces por necesidad o coacción2; en tanto los hombres privados de libertad, están ligados a delitos contra el patrimonio, violencia sexual y tráfico de drogas.
América Latina alberga una población penitenciaria femenina en crecimiento, y a menudo estas mujeres están sometidas a condiciones inhumanas y violaciones de sus derechos fundamentales. Las cárceles carecen de instalaciones separadas y adecuadas para las mujeres, lo que resulta en una vulneración de su dignidad y privacidad. Muchas de ellas son madres, y la separación de sus hijos durante su tiempo en prisión causa un daño profundo y duradero a sus familias.
El Papa Francisco ha enfatizado que: "El sistema carcelario necesita ser orientado hacia la reinserción de los detenidos, de modo que puedan ser 're-educados' en lugar de ser castigados" y ha instado a que "los lugares de reclusión se conviertan en lugares de reinserción y reinserción social, en lugares donde se restablezcan relaciones sociales que sean verdaderamente humanas”. Esto es especialmente relevante cuando se trata de mujeres encarceladas. Muchas de ellas han experimentado situaciones de vulnerabilidad, abuso y explotación antes de su detención. La prisión debería ser una oportunidad para que sanen y adquieran las habilidades necesarias para reintegrarse en la sociedad de manera efectiva.
La mayoría de las mujeres privadas de la libertad son madres cabeza de familia, en edad productiva y reproductiva, y pertenecientes a estratos socioeconómicos bajos. Estas mujeres se encuentran recluidas en condiciones precarias y con poco acceso a bienes y servicios básicos, como lo son los relativos a servicios de salud sexual y reproductiva. Asimismo, aparecen ausentes o invisibles en el diseño e implementación de políticas públicas en materia penitenciaria, en casi todos los planos del sistema: en el diseño de establecimientos penitenciarios, en las políticas de salud, en políticas de seguridad.
Los sistemas penitenciarios han sido diseñados desde una perspectiva masculina, es decir, sin tener en cuenta las necesidades de las mujeres y la situación de vulnerabilidad en la que estas se encuentran. De ello se desprende que, al ingresar a un establecimiento de reclusión, hay un menor reconocimiento de sus derechos.
Los sistemas penitenciarios no solo invisibilizan a las mujeres privadas de libertad, sino también a sus hijos e hijas. A los niños nacidos o que “crecen” en cárceles junto a sus madres se les considera niñas y niños “invisibles”, puesto que su “existencia y necesidades son desconocidas o pasan desapercibidas para los Estados”: cumplen, al igual que sus madres, una sentencia (invisible, pues no deberían estar bajo cuatro paredes); no existe políticas penitenciarias para ellos, tales como ambientes, personal calificado para atender a niños o niñas, programas de salud o pediatría, medicamentos para sus edades, alimentación o, lo que es peor, programas de externamiento periódico, pese al gran esfuerzo que algunos países hayan impulsado al respecto.
Por otro lado, cualquier situación que transgreda la normalidad y que tenga afectación directa sobre los derechos de las personas implica que los factores de discriminación y las situaciones de violencia se van a exacerbar, generando lo que se denomina impactos diferenciados; es decir mayores vulneraciones a los derechos fundamentales con respecto a otras personas, otros colectivos, otros grupos. Estos impactos diferenciados se dan en cabeza de quienes son parte de colectivos históricamente discriminados en cuyos cuerpos pesa un factor de discriminación por ser lo que son, por pertenecer al colectivo al que pertenecen, por identificarse como lo hacen.
La privación de libertad tiene un impacto diferenciado en las mujeres. El imaginario colectivo, permeado por estereotipos basados en los prejuicios, continúa entendiendo que las mujeres tienen unas funciones específicas (y que lo normal es que solo ellas deben realizarlas) en la sociedad, como son las labores asociadas al cuidado, entre las que se encuentran el trabajo dentro del hogar. Cuando las mujeres dejan de realizar esas labores o de cumplir esos roles, se percibe una transgresión de esa normalidad impuesta que genera acciones de discriminación y opresión en su contra, entre las que se encuentra, por ejemplo, la violencia.
La situación de discriminación a la que se ven sometidas las mujeres, cuando se encuentran privadas de la libertad, se exacerba porque se entiende que estas mujeres han transgredido el rol social que les ha sido asignado históricamente y esto defrauda las expectativas que se tienen con respecto a los comportamientos femeninos. Esta discriminación se extiende a los procesos de reinserción, una vez las mujeres quedan en libertad.
Cuando una mujer delinque, se defraudan esas expectativas sociales basadas en los prejuicios y ello genera un mayor estigma sobre ellas que, evidentemente, se intensifica cuando son privadas de la libertad. Así, las mujeres están más expuestas a sufrir el rechazo de sus familias, de sus parejas o de sus hijos o hijas, y de sus redes de apoyo, lo que implica un mayor desarraigo social, que va a causar un impacto negativo en sus eventuales procesos de reinserción. Ahora bien, en Latinoamérica la mayoría de las mujeres se encuentran privadas de la libertad por conductas delictivas asociadas al narcotráfico. Este estigma del “narcotraficante”, sumado al estigma de “la mujer delincuente” (mala madre, mala esposa, mala cuidadora, en últimas, mala mujer) va a generar una dificultad mayor en los procesos de reinserción, lo que supone menores posibilidades de acceso a la vida social y laboral.
El papa Francisco ha denunciado en varias ocasiones que las cárceles representan la cultura del descarte, que excluye y deshumaniza a los más pobres y vulnerables8. También ha instado a promover un desarrollo humano integral que reduzca las causas de la delincuencia y facilite la reinserción social de los presos.
Por eso, les invito a reflexionar sobre esta problemática y a tomar acciones concretas para mejorar la situación de las mujeres presidiarias en América Latina. Algunas medidas que podrían implementarse son: revisar las leyes y políticas penales que afectan desproporcionadamente a las mujeres; garantizar el respeto a sus derechos fundamentales dentro y fuera de las cárceles; ofrecer alternativas al encarcelamiento, como el arresto domiciliario o la libertad condicional; brindar apoyo psicosocial, jurídico y económico a las mujeres y sus familias; fomentar su participación ciudadana y su empoderamiento; y sensibilizar a la opinión pública sobre su situación.
Estas medidas no solo beneficiarían a las mujeres privadas de libertad, sino también a sus hijos e hijas, que sufren las consecuencias de su ausencia y marginación. Como dijo el papa Francisco en su visita a una cárcel femenina en Chile: “Cada vez que miramos al rostro materno descubrimos que hay esperanza en el mundo”. No dejemos que estas mujeres pierdan la esperanza ni la dignidad. No dejemos que sus hijos e hijas crezcan sin el amor y el ejemplo de sus madres. No dejemos que esta realidad se convierta en una tragedia silenciosa. Hagamos algo por ellas, por nosotros y por nuestra sociedad.