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Andrea Riccardi

Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
 biografía

Señor presidente de la República,

Ilustres representantes de las Iglesias cristianas y de las religiones mundiales,

Queridos amigos:

 

hablar de paz, en estos tiempos, puede parecer algo de soñadores. Para muchos pueblos es tiempo de guerra. Una guerra que podría extenderse, mientras se habla del uso de armamento atómico en Europa o en otros lugares. Durante décadas, la cultura de la paz fue un poderoso referente. ¿Cómo ha podido volatilizarse?

Hoy el discurso público e internacional ha abandonado muchas referencias a la paz. Las instituciones internacionales que se ocupan de la paz, en primer lugar las Naciones Unidas, muchas veces no tienen la autoridad que deriva del consenso de los Estados. Hay muchas armas en circulación. Los conflictos van acompañados de pasiones belicosas entre la gente.

Ha desaparecido aquel horizonte universal que se había ido creando con el paso de los años y que la experiencia global del covid había reforzado. El papa Francisco, en 2020, lo evocó con estas palabras: “Descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos”. 

¿Por qué está en crisis la cultura de la paz? Sería fácil –y también acertado– responder: a causa de la brutalidad de las guerras, de las agresiones y del terrorismo. Pero también hemos gastado una herencia moral que nos transmitió el siglo XX y sus terribles experiencias: dos guerras mundiales, el Holocausto, los desplazamientos de poblaciones y el uso de armamento atómico. Es una herencia que encarnaban quienes vivieron el Holocausto, que ya han fallecido. Pero también es una herencia que narra una generación, nuestros viejos, que sabían qué es la guerra mundial, porque la vivieron. Ahora ya no viven. 

Durante la guerra fría, los referentes a la cultura de la paz no evitaron los conflictos, pero sí fueron un límite, una alternativa. El recuerdo del horror. De aquel horror salía el imperativo moral y político a no sobrepasar algunos límites, a hacer la paz. El recuerdo de la guerra ha perdido valor, la esperanza de paz se ha debilitado. 

Hemos visto cómo se difundía una política tan realista, que termina por perder su fuerza. Somos poco atrevidos y vamos a remolque de los acontecimientos.

Se ha hablado mucho de guerra limpia o tecnológica. Pero hoy la guerra se muestra en toda su obscena brutalidad y –como reza el título de una de las mesas redondas– “la vida de las personas vale cada vez menos”. Durante la Primera Guerra Mundial, un soldado italiano escribía a su esposa con un realismo campestre: “se llama guerra porque uno termina bajo tierra”. Hoy vemos lo destructivas que son las guerras. Y a pesar del poder de las armas, no es fácil ponerles fin. En el contexto actual, las guerras se eternizan, no terminan, engendran filiaciones perversas. 

Las religiones tienen a sus espaldas historias de implicación en la guerra, hasta el punto de sacralizarla. A veces se ha llegado al punto de proclamar la guerra en nombre de Dios, algo que todos consideramos una blasfemia. Aunque las comunidades religiosas están formadas por hombres y mujeres que viven las atracciones fatales del tiempo en el que viven, saben que hay algo más allá de ellas y que de lo más profundo de las tradiciones religiosas brota el mensaje decisivo de la paz. En las grandes tradiciones religiosas está inscrito el fundamento de la paz. El mismo nombre de Dios es la paz.

Las religiones, evidentemente, no tienen el monopolio de la paz. La paz no puede ser monopolio de nadie, porque entonces no es paz. Cuando mujeres y hombres de religiones diferentes se encuentran, a pesar de su diversidad, se crea una armonía. Es una historia que viene de lejos. De muy lejos. Hablaré solo del último aspecto de esta historia: en octubre de 1986, Juan Pablo II invitó a los líderes religiosos a Asís, la ciudad de san Francisco, para rezar juntos por la paz. El Papa estaba convencido, en plena guerra fría, de que las religiones eran una fuerza débil y humilde de paz, que debían estar unidas para no dejarse atrapar por las pasiones belicosas de su mundo. Juan Pablo II dijo al terminar el encuentro de Asís: 

“Juntos hemos llenado nuestra mirada con visiones de paz que liberan energías para un nuevo lenguaje de paz, para nuevos gestos de paz, gestos que romperán las cadenas fatales de las divisiones heredadas por la historia o creadas por las ideologías modernas”.

La imagen de Asís, los líderes religiosos unos junto a otros rezando y en paz, indicaba un giro. Asís fue el fruto de una poderosa capacidad de imaginar el futuro. Germaine Tillion, que se salvó de los campos de concentración nazis, con gran inteligencia humana decía: «Todos parientes, todos diferentes».

En la invocación a Dios por la paz, se manifestó la fuerza débil de las religiones. Desde aquel encuentro de Asís, el pequeño pueblo de la Comunidad de Sant’Egidio ha ido convenciéndose de que el mundo religioso contiene las energías de un nuevo lenguaje y de gestos de paz. Año tras año líderes religiosos y creyentes nos hemos reunido. Aunque en muchos momentos nos hemos visto sometidos a duras pruebas, no renunciamos a esta visión, no abandonamos los mundos religiosos al aislamiento, sentimos la necesidad de desarrollar el diálogo. Lo hicimos en Varsovia en tiempo de guerra fría. Lo hicimos tras el 11 de septiembre de 2001. Seguimos haciéndolo hoy en París. Pienso en todos los frutos que ha dado el espíritu de Asís: el Documento sobre la Fraternidad humana que firmaron en en 2019 en Abu Dhabi el papa Francisco y el gran imán de Al Azhar, Al Tayyeb, amigo de estos encuentros nuestros. 

“Imaginar la paz” es el título del encuentro que hoy empieza. Doy las gracias al presidente de la República, Emmanuel Macron, por su apoyo, su presencia y su amistad. Les doy las gracias a todos ustedes que están aquí por su asistencia. Aprovecho la ocasión para agradecer al arzobispo de París, monseñor Laurent Ulrich, por su invitación y por su fiel amistad. Estar en París, señora alcaldesa, querida Anne Hidalgo, tiene una fuerza evocadora. Sin hacer una apología del universalismo, hay que reconocer que en esta ciudad y en Francia hay “un sentimiento del mundo”, como escribe Jean François Colosimo. 

París ha acogido los 38 Juegos Olímpicos y Paralímpicos, que han seguido miles de millones de personas y han transmitido un mensaje al mundo. El deporte, la competición, obligan al enfrentamiento, a la interdependencia. Michel de Certeau decía:  “Nunca sin el otro”. Esta idea (nunca sin el otro) ha implicado a millones de personas en una imagen evocadora: juntos en un horizonte global. Sin negar las diferencias: antagonismo, competición, lucha, pasión por las identidades nacionales... junto a una visión unitaria del mundo y al sentimiento de un destino común. 

Sin duda el presidente Macron había deseado la tregua olímpica. La propuesta era una oportunidad, pero fue rechazada. Así es la guerra. ¡Es el espíritu del tiempo! Mi amigo Mario Giro escribe que la guerra es un poco como la droga. Se dice: “La puedo dejar cuando quiera. Muchas veces hemos oído estas afirmaciones. Las oímos hoy en los discursos de los responsables políticos ante la guerra. Ya estamos drogados de guerra”. La realidad es que no logramos pararla.

¡Hay que imaginar la paz! En 1975 Paul Ricoeur impartía un curso sobre imaginación y constataba que el mundo siente horror ante la utopía. Así se genera una sociedad fosilizada. Aun así, hasta el final, Ricoeur no dejó de proponer la función creativa de la imaginación. La imaginación nos libra de la resignación. Crea alternativas.

Las religiones, empezando por la oración, por la conciencia de que Dios puede cambiar la historia, viven un impulso de imaginación. Las Escrituras son ricas en imaginación: los olvidados de la historia tienen un nombre. Dios está con quien no tiene ni voz ni fuerza. Los perdedores –enseña el libro del Éxodo de la Biblia– encuentran  una vía de salida y los hombres armados se ahogan en el Mar Rojo. Los creyentes no deben olvidar la dimensión de esperanza que nace de la fe. Las posiciones de fuerza de las religiones se debilitan, se alinean con los comportamientos de guerra.

Un gran maestro, el rabino Jonathan Sacks, afirmaba que, en un tiempo en el que dominan las divisiones, las religiones deben recuperar el sentido del destino común, y eso requiere diálogo. Mirando las distintas crisis abiertas, este deseo puede parecer retórico, un pensamiento de almas cándidas que no se ensucian con la historia. Los creyentes sienten la suciedad y el dolor de la guerra: los gritos de dolor se suman a las invocaciones. Usted mismo, señor presidente, en nuestro encuentro de Roma, hace dos años, habló de paz impura. Debemos recuperar la capacidad de imaginación ante situaciones bloqueadas. Nelson Mandela, que libró sus batallas como partisano de un pueblo humillado, supo crear una política de paz. Decía: “La paz no es un sueño: puede convertirse en una realidad; pero para custodiarla hay que ser capaz de soñar”. Hay que trascender los pensamientos fosilizados. 

Las religiones están llamadas por su propia tradición, por el dolor de los hombres, a hacer un gran esfuerzo. «Si los hombres no logran que la historia tenga un sentido, al menos pueden comportarse de manera que lo tenga su propia vida», escribía un gran intelectual creyente, Albert Camus. Es aquel empezar por uno mismo que nadie nos podrá quitar. Hay que cambiar a los hombres y a las mujeres, porque hoy el mundo necesita hombres que no sientan odio y que vean a lo lejos. Empezar por uno mismo puede convertirse en un río que se lo lleva todo. Se lee en el libro de Ester: “...estremecido por el terror de sus desgracias, se disponía a perecer y clamaba a Dios. A su clamor, de una pequeña fuente nació un gran río de abundantes aguas”.