Señora Cancillera,
Ilustres representantes de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones mundiales,
me alegra de que la Cancillera haya querido visitar nuestro encuentro mundial de religiones. Empezamos el 11 de septiembre recordando aquel trágico día de 2001. Aquel día parecía confirmar la teoría del choque de civilizaciones y religiones. Teoría que ha inspirado muchas decisiones de la década pasada, entre las que está la rehabilitación del uso de la guerra. Después de diez años difíciles, ¡hace falta un cambio! Hace ya años que estamos convencidos de que es necesario plantearse aún más el problema de la paz, tanto en la política internacional como en la vida social. Paz como ethos de pueblo. La paz es compleja: es la civilización de convivir con gente diferente en un mundo menos homogéneo y en el que las distancias se han acortado. La paz es una realidad espiritual y social, no solo un acontecimiento político.
Este mundo nuestro no está destinado al choque o a la supremacía de una civilización. Nuestro destino, si somos capaces de hacerlo realidad, es la civilización del convivir. Destinados a convivir. Eso requiere simpatía hacia la diversidad humana, mientras que los mundos se entrecruzan.
Diez años después del 11 de septiembre, en medio de una grave crisis económica, existe la tarea de construir una civilización del convivir. Eso es la paz. ¿Cuáles son los actores de ese cometido? Muchos en un mundo complejo. Me permito sugerir dos, que para mí son decisivos: las religiones y Europa.
Las religiones tienen una responsabilidad. En la historia a veces han alimentado conflictos. No obstante, sin el espíritu no se construyen ni paz ni civilización. Es la ilusión de los materialismos, ideológicos o consumistas. Los totalitarismos del siglo XX han intentado crear una sociedad sin espíritu. La persecución de las religiones en los países comunistas quería eliminar el espacio de Dios. La terrible historia de la Shoah, además, quería anular a un pueblo que convertía a Dios en el corazón de su identidad y sus decisiones.
La invocación a Dios es probablemente la única y la última voz de protesta, cuando el poder se hace totalitario. Lo vemos en muchos mártires contemporáneos. Pero no solo el materialismo crea una sociedad sin alma. También las religiones, cuando se hacen totalitarias: de ese modo pierden el alma. Los hombres se hacen más celosos de Dios que, por su parte –dice el Evangelio– "hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos" (Mt 5, 45).
En la histórica jornada de oración por la paz de las religiones en Asís en 1986, Juan Pablo II decía: “Allí se descubrió… el valor único que la oración tiene para la paz; aún más: que no se puede alcanzar la paz sin la oración, y la oración de todos, cada uno en su propia identidad…”. Ese es nuestro espíritu, en el que hemos caminado durante veinticinco años: espíritu pacífico de Asís, espíritu de diálogo.
Las religiones tienen una función decisiva porque pueden recordar a los fieles la unidad del género humano. Hablando de Dios al creyente, las religiones lo proyectan hacia un destino universal. Deben vivir la audacia de esa tarea, no cerrarse por miedo. Este encuentro nuestro en el espíritu de Asís recuerda la función unitiva y universal de las religiones. Así se construye la civilización del convivir: dando una alma a la búsqueda de unidad.
En segundo lugar, la civilización del convivir necesita a Europa. Aprovechando la presencia de la Cancillera Merkel, que con Alemania asume responsabilidades cada vez mayores en la crisis económica, querría decir: el mundo necesita a una Europa fuerte y unida. El debilitamiento de Europa es una tragedia. Su desaparición no se produce como el hundimiento de la Atlántida, sino más bien se consume –día tras día– en el fin de los sueños de la gente, cuando falta una visión o no existe una esperanza más grande que el deseo de sobrevivir. De ese modo se convierte en costumbre colectiva a vivir sin ideales para el mañana. Así los países europeos se convierten en una especie de ancianos “jubilados” en la gran historia.
Nosotros, los europeos, no estamos “aislados en casa”, solo unidos por el pasado. De lo contrario, en la crisis económica, quien viva en la necesidad apelará a Europa, pero no se invertirá para construir la casa común del futuro. Si los europeos queremos existir en el futuro, aportar nuestro humanismo al mundo, debemos hacerlo juntos. Por eso hay que afianzar en la mente y en el corazón de la gente el ethos de una casa común europea. Los europeos están destinados a vivir más juntos y a decidir juntos.
Pero también hay que hacer frente a los sentimientos de los pueblos, que viven atenazados por la crisis, asustados ante los grandes horizontes, con miedo a ser invadidos por otros y miedo a un futuro desconocido. Políticos sin escrúpulos utilizan los miedos. Se piensa en pequeñas patrias. Pero nuestra heimat no dura sin Europa. El futuro de nuestra civilización necesita a Europa. De lo contrario, continuaremos siendo presa de la crónica de sucesos en los debates de nuestros países, que se vociferan con grandes alaridos y se olvidan con rapidez. No es historia sino crónica de sucesos. De ese modo se consume.
Europa debe volver a hacer historia. No podrá dejar vacío su lugar. No podrá reducir su cátedra a un puñado de taburetes para sus pequeños países. Una Europa unida es decisiva para la civilización del convivir a escala mundial. Maurice Schuman afirmaba: “Europa unida prefigura la solidaridad universal del futuro”. Conocemos nuestros límites, los de nuestras clases intelectuales y dirigentes. Pero la causa europea es algo demasiado serio para dejarla en manos de unos pocos. Hay que hacer crecer una pasión y un ethos compartidos para esta causa en los corazones. Las justificaciones son muchas. Pero un gran maestro hebreo del pasado, Hilel, que no se resignaba a la mediocridad de sus contemporáneos, decía (de manera tal vez un tanto machista): “Cuando falten los hombres, tú esfuérzate en ser hombre". Los hombres y las mujeres que deciden vivir de manera plenamente humana tienen una fuerza irresistible en sus manos.