Si nos dejáramos llevar por las modas de nuestros días y dijéramos que “los pobres son el tesoro de un grupo, de una institución o de una comunidad", no sería la mejor carta de presentación para quien quisiera seducir con un mensaje. La presencia de los pobres en nuestras ciudades inquieta, y para muchos es un problema. Por una cuestión de seguridad, de orden y de imagen frente a los turistas se tiende a apartar a los pobres, para que se vean menos, como si su simple presencia provocara un contagio. En la sociedad, donde todo se compra y se vende, parece que no tengan un espacio. No sólo no dan nada a cambio, sino que traen problemas, incomodan.
Seguramente la globalización del mercado hace mayor aún el abismo entre aquellos que pueden consumir y los demás. Vemos que el número de personas pobres ha aumentado. Son más, las personas que vemos por la calle. Los últimos desastres naturales, como el terremoto de Haití o las recientes inundaciones en Pakistán, han dejado a millones de personas sin casa y con las mínimas condiciones de vida.
Son signos de nuestro tiempo. Y la Iglesia, como recordó el Concilio Vaticano II, “debe escrutarlos e interpretarlos a la luz del Evangelio”. Tal como se destaca en la misma constitución sobre la Iglesia en el mundo actual: “El gozo y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los más pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustias de los discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón” (Gaudium et Spes, 1). Los pobres están en el corazón de cada discípulo de Jesús porque expresan una de las dimensiones más humanas. Los pobres no son una categoría sociológica, una clase social. Son hombres y mujeres concretos, con su historia, sus angustias y tristezas, su profundidad y dignidad, que hay que descubrir bajo los rasgos a veces desdibujados por el esfuerzo de vivir.
En la Biblia no se habla de “pobreza”, siempre se habla de los “pobres”. De ahí que la relación con los pobres es la muestra de que la Iglesia es realmente cristiana y hace que el mundo sea realmente más humano: una iglesia sin los pobres es poco evangélica y un mundo que los olvida se deshumaniza. Como recuerda monseñor Vincenzo Paglia en su libro sobre la historia de los pobres en occidente, hay que devolver a los pobres su papel inquietante y central en la historia del cristianismo y del mismo occidente, y al mismo tiempo hay que subrayar el papel de la Iglesia para estar a su lado.
Desde sus orígenes (la Iglesia) ha intentado vivir lo que Juan XXIII expresó hablando de una “Iglesia de todos, pero sobre todo de los pobres”. Paulino de Nola vivió entre los siglos III y IV. Vivió en la ciudad romana de Barcino, seguramente muy cerca de donde estamos ahora, donde fue proclamado sacerdote por aclamación popular. Pues bien, Paulino de Nola dirigiéndose a su amigo Panmaquino, elogiaba el gesto de llevar a los pobres a la iglesia y celebrar con ellos una comida: “Tú reuniste en la basílica del apóstol a una muchedumbre de pobres, los señores de nuestras almas, que piden limosna para vivir por toda la ciudad de Roma".
La Comunidad de Sant’Egidio ha reanudado esta tradición. La comida de Navidad con los pobres en la Basílica de Santa Maria in Trastevere es como un icono de nuestro tiempo. Hoy es una realidad en más de 75 países del mundo. En Barcelona la Comunidad de Sant'Egidio se reúne en la Basílica de Sant Just i Pastor. En esta fiesta los pobres están en el centro de la Iglesia y de la comunidad, que es su verdadera familia. La familia de los sin familia, la familia de Dios: sin techo, ancianos, extranjeros, minusválidos… Cada uno con un nombre, porque el pobre debe salir del anonimato, hay que llamarlo por su nombre, un nombre que Dios conoce y nosotros debemos aprender como primer gesto de amor. No es ninguna casualidad que en la parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón, el Evangelio nos diga el nombre del pobre, pero silencie el del rico que daba fiestas espléndidas mientras Lázaro estaba echado entre perros a la puerta.
Dos días después de la comida de la pasada Navidad, el papa Benedicto XVI quiso visitar el comedor para los pobres de la Comunidad de Sant’Egidio. Antes de empezar la comida dijo: “¡Qué riqueza da a la vida el amor de dios, que se expresa en el servicio concreto a los hermanos necesitados! San Lorenzo, diácono de la Iglesia de Roma, cuando los jueces romanos de la época le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia, les enseñó a los pobres de Roma como verdadero tesoro de la Iglesia. Podemos retomar este gesto de san Lorenzo y decir que vosotros sois el tesoro precioso de la Iglesia”.
Los pobres son el tesoro de la Iglesia. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40), dice Jesús. Es la única vez en el Evangelio que se utiliza el término "hermano” no para hablar de los discípulos sino para alguien distinto: para los pobres. Los pobres forman parte integrante de la comunidad cristiana. No se trata de personas externas a las que hay que dedicar atención o a las que hay que asistir, o de personas a las que debemos destinar nuestras buenas obras. Los pobres están dentro de la comunidad como hermanos, son de la familia, "nos precederán en el Reino de Dios", como los publicanos y las prostitutas.
De ese modo se crea una familia entre quien ayuda y quien es ayudado, al mismo tiempo que se hace más pequeño aquel abismo que separa al pobre. Los pobres no son casos sociales, sino hombres: necesitan amor, necesitan hablar, necesitan esperanza, confianza… Ayudarles significa ser sus amigos y familiares, no solo dar. Las palabras del papa Benedicto XVI han ayudado a entender que en Sant’Egidio consideramos a los pobres como familiares nuestros: “Aquí, hoy –dijo Benedicto XVI después de haber comido con los pobres en el comedor de la Comunidad de Sant'Egidio de Roma– se hace realidad lo que pasa en una casa: el que sirve y ayuda se confunde con el que es ayudado y servido, y en el primer puesto está aquel que tiene mayor necesidad". Por eso quien vive el carisma de la Comunidad de Sant’Egidio no es simplemente una persona comprometida socialmente y por los derechos humanos, que es muy importante, sino sobre todo es un amigo de los pobres.
Pero ¿por qué son un tesoro?
Esta relación personal con los pobres nos acerca a Jesús, nos permite tocar concretamente sus heridas. Por eso los pobres nos evangelizan, por eso son un tesoro. En el Evangelio vemos que los signos de la presencia divina hacen referencia solo a la relación con los pobres: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva…” (Mt 11, 5). Estos son los signos con los que Jesús indica la presencia de Dios en la historia, y la fe empieza su camino precisamente encontrando estos signos…
Justo hoy, 4 de octubre, recordamos a san Francisco de Asís, y la vida de aquel joven que descubrió a Jesús cuando, encontrándose con los pobres, superó el miedo y el asco que le producían con el amor. “Lo que me parecía amargo se transformó en dulzura de alma y de cuerpo”. André Vauchez, en una reciente biografía de san Francisco, destaca: “Su comportamiento generoso con miserables no fue el fruto de su evolución religiosa: más bien, precedió su descubrimiento del Evangelio y fue su causa”. La amistad con los pobres está en el corazón de la fe, nos transfigura. Por eso no podemos reducir esta relación con los pobres a una actividad o a un encargo. Para el cristiano es indispensable la relación directa, con un anciano, con un enfermo, con un extranjero, con un preso… Al final de la vida –así nos lo dice el Evangelio de Mateo– se pedirá a todos los hombres, también a los que no creen, por esta relación directa, personal con los pobres.
Sin los pobres nuestra vida personal y la de la Iglesia corre el riesgo de perder su orientación y de diluirse. Amando a los pobres recibimos el ciento por uno. Aunque somos personas simples, sin una formación específica, descubrimos que podemos ser decisivos para favorecer resurrecciones verdaderas y concretas. Así descubrimos la eficacia del amor. Podemos curar las heridas del cuerpo de Jesús. Vemos los milagros del amor de Dios que se expresa a través de nosotros. Amando a los pobres, vemos verdaderos milagros de curación y resurrección de la vida. Lo vemos en el Evangelio y lo vemos en nuestra vida de cada día. El pobre amado resucita, experimenta una nueva vida, desea amar a los demás, da muestra de la presencia de Dios en la vida. Se hace visible la potencia de Dios que ve a todo el mundo por igual y que hace que realmente no haya nadie tan pobre que no pueda ayudar a otro más pobre que él. Y ese es otro tesoro para todos.
Los pobres son el tesoro de la Iglesia por muchos motivos, pero sobre todo porque nos permiten encontrar a Jesús y quedarnos a su lado. Como Tomás solo comprendemos el valor de la resurrección cuando ponemos el dedo en el costado, cuando tocamos las heridas de la pasión. Es un vínculo que nos abre a la fe, que nos da un corazón y unos ojos nuevos, ojos inteligentes y buenos. Nos abre a un amor que no conoce fronteras: pobres lejanos y cercanos, pueblos distintos. Cualquier herida humana, cercana o lejana, de cualquier religión me atañe y hace que aumente mi interés. Este espíritu ha hecho que la Comunidad de Sant'Egidio se pare frente a muchas situaciones. Precisamente hoy recordamos los 18 años de la firma de la paz en Mozambique después de dos años de mediación. La Comunidad se ha dado cuenta –antes que nadie– de un problema desconocido en África: el de los ancianos y del crecimiento de un fuerte sentimiento contra ellos. Hoy, gracias a la Comunidad de Sant’Egidio, muchos jóvenes africanos se acercan a la vida de los ancianos. El programa DREAM de tratamiento de enfermos de sida en el África subsahariana ha devuelto la esperanza a miles y miles de enfermos cuando la comunidad internacional decía que era imposible hacer algo.
En un tiempo con pocas visiones, este tesoro puede ser un recurso y una ayuda para la Iglesia y para nuestro mundo, para afrontar este tiempo de crisis y no dejar de soñar y trabajar de un modo ambicioso por un mundo más humano. Recientemente se ha celebrado un congreso titulado: “Los pobres son el tesoro de la Iglesia: ortodoxos y católicos en el camino de la caridad”. En este congreso Andrea Riccardi afirmó que "a partir de los pobres, a partir del amor y el vínculo con los pobres, pasando a través de la Biblia y la Liturgia, se desarrolla un humanismo cristiano, en este mundo utilitarista, económico y mediático”.
El amor por los pobres constituye un gran tesoro: propone la gratuidad, no vivir para uno mismo. Eso es un gran valor no solo para nosotros, creyentes, sino para todos los hombres. Solo a partir de los pobres una sociedad puede definirse humana y vivible para todos. Es un tesoro para el mundo, una visión de esperanza en un tiempo de crisis para convivir en un mundo que se siente asediado por los demás: los que son distintos, los pobres, los extranjeros… Del mismo modo que una familia siempre se reúne alrededor del más débil (el anciano, un hijo que ha tenido un problema…), también los cristianos nos reunimos alrededor de los más pobres, nuestro tesoro. En un tiempo de globalización de la economía, los cristianos tenemos la visión de un nuevo humanismo globalizando el amor, vivido y practicado sin fronteras, que surge del amor por los pobres. Dice Jesús: "dime dónde tienes el corazón y te diré cuál es tu tesoro”. Nuestro corazón está con aquellos que sufren, con los pequeños: los pobres, nuestro tesoro.