LA PAZ EN EL SALVADOR
Desde la segunda década del siglo XX los países de América Central despertaron de su letargo político y económico de cuatro siglos, para ponerse al paso de un mundo en marcha a la globalización. La tarea urgente consistía en construir la paz a la región. A ello sirvió mucho la iluminación que dio Juan XXIII con su famosa encíclica Paz en la tierra. Para lograr la paz era necesario cimentar la sociedad sobre los pilares de la justicia, la verdad, el amor y la libertad.
La modernización y la revolución se presentaron como soluciones de cambio en la región centroamericana. Contrariamente a otros sectores del mundo en desarrollo, América Latina presentaba una cultura bastante bien establecida y podía resistir a dislocaciones violentas de que fueron objeto culturas, como, por ejemplo, en África y en Asia. La nota característica de los países centroamericanos de la época era el miedo a una dominación del coloso del norte, los Estados Unidos, cuya política exterior frenaba los cambios sociales, políticos y económicos que Centro América buscaba para ponerse en sintonía con el primer mundo.
La modernización
El apoyo que los Estados Unidos prestaban a dictaduras reaccionarias de derecha, junto con la custodia de los enormes intereses económicos que tenían en la región centroamericana, hicieron que se frenara el proceso de modernización socio- económico. Para los países del istmo centroamericano era claro que debían favorecer el crecimiento de producción agrícola, una reforma fiscal, la estabilización de los precios, el desarrollo de fuentes naturales, un control de la fluctuación de los valores extranjeros y una integración económica.
El criterio de la modernización se definía entonces como la capacidad de un gobierno para promover de verdad los cambios sociales efectivos y la reforma económica.
Aires ideológicos de etiqueta comunista empezaron a ventilar por los países del Istmo centroamericano profetizando, con fuerte dosis de demagogia, cambios revolucionarios en el orden social y económico como resultado de una enconada lucha contra elites militares y oligárquicas de derecha satisfechas del “status quo”.
Muchos países del entonces llamado “tercer mundo”, asiáticos, africanos y latinoamericanos, acariciaban el método de un socialismo universal que les ayudaría a a sacudirse un capitalismo demasiado ceñido a la ganancia con detrimento del bien social y al individualismo con daño al bien común. Era un socialismo entendido como planificación intensa de parte del Estado, como nacionalización de las principales industrias y programas sociales amplios. No se trataba propiamente de un comunismo, sino de un “comunitarismo”, representado por un Estado Providencia. En América Latina, este tipo de dirigismo y bien estar social se hizo presente en países progresistas de entonces, como Chile, Venezuela, Cuba, Perú, México, Bolivia y Uruguay. Los países de América Central permanecían al asecho abrumados por una cruzada anticomunista y sometidos por el miedo de una represión brutal.
La modernización se presentaba entonces como una voluntad de elites sociales por progresar transformando sus sociedades tradicionales en sociedades modernas, hacia un desarrollo técnico más rápido y un crecimiento económico más duradero que elevara el nivel social de vida de las mayorías.
Las causas eran, una de ellas, emanciparse de toda clase de imperialismo. Esta causa es la que dio pie a la fiebre revolucionaria de corte comunista que empezó a invadir los ánimos de intelectuales y generaciones jóvenes estudiantiles de entonces. Esta causa era como exterior al proceso de modernización. Las otras eran más intrínsecas. Cabe señalar tres, sobre todo: el progreso económico para cimentar las bases del desarrollo, esta causa se convirtió en el eje de la modernización y su acción se extendía, positivamente, a la modernización de la agricultura para dar de comer a las masas de trabajadores que se concentrarían en las ciudades industriales; y, negativamente, a destruir o hacer evolucionar, valores tradicionales de la cultura y de la religión que presuntamente impedían el progreso industrial.
La segunda causa sería la socialización más intensa de la vida económica y social para liberar a la población de la perspectiva de la pobreza, de la explotación de los sectores más ricos de la sociedad y elites dominantes, todo esto acompañado de servicios en los ramos de salud, cultura, seguros de vejez, seguros de salud, etc.
La tercera causa iba en el orden de intensificar las vías de comunicación, para favorecer la movilidad social en la población. Esto implicaba modernizar las redes de comunicación, formar técnicos y cuadros.
La revolución
Para contrarrestar los factores que frenaban o impedían el proceso de modernización en los países del área centroamericana, o sencillamente, para promover otro camino alternativo, se presentaba el comunismo como redentor de la pobreza y de la miseria, de nuestras poblaciones, inspirándose de las experiencia revolucionarias del comunismo soviético o chino.
En este caso se trataba, negativamente, de destruir el “status quo”; y, positivamente, sustituir el desarrollo económico, dirigido a una distribución de la propiedad más equitativa y controlado por un poder en manos del pueblo que debía labrar su propio destino tanto interno como externo.
Esta revolución prendía fuego donde había un desorden social a la base y en donde la mayoría de la población pobre estaba convencida de que no tenían nada que perder haciendo una revolución, puesto que estaban acostumbrados a sufrir y a vivir en pobreza social. Esta especie de fatalismo llevaba a la población a la desesperación y a la violencia. En esta situación “libertad” significaba muerte al opresor.
En los países de América Latina en general, y en los de Centro América en particular se daban dos factores que actuaban como leña seca para el fuego revolucionario. Por una parte las intervenciones norteamericanas por razones de intereses capitalistas creados en la región, y luego, su apoyo a las dictaduras con la ideológica justificación de que era para atajar la avanzada del comunismo soviético en la región.
¿Una tercera vía?
La irónica situación política en que se vieron enfrascados los países centroamericanos era más o menos ésta: los Estados Unidos con su ingerencia en estos países no tenían nada que perder sosteniendo el “status quo”, antes por el contrario, de ese modo pretendían contrarrestar el comunismo en la región y defender sus intereses vitales; por otra parte, las masas populares tampoco tenían nada que perder lanzándose a la calles con la violencia del comunismo internacional de la época. ¿La ironía? El comunismo se presentaba ideológicamente como campeón del nacionalismo universal, en realidad era una clara negación de la libertad humana y del nacionalismo verdadero; por otra parte, la ingerencia norteamericana realmente defendía el “status quo”, pero ideológicamente pretendía promover la libertad política y humana.
Las dos tendencias chocaron y se creó una situación conflictiva con mucho baño de sangre. Pero los pueblos centroamericanos no desmayaron en el empeño de buscar el progreso en todos los aspectos económicos, sociales y políticos por medios capitalistas pero buscando poner en pie realidades de corte socialista al servicio de las mayorías populares y buscando crear una clase media preponderante. Un parto feliz de ese estilo ya tenía nombre: el comunitarismo.
La Democracia Cristiana, animada en muchos casos por fuerzas religiosas de los países centroamericanos, se presentaba como una tercera vía que trataba de acomodar, sin violencia, los intereses de los pueblos en pobreza con los intereses de los Estados Unidos en la región. El serio problema que enfrentó esta tercera vía fue de construir una sociedad de acuerdo a la doctrina social de la Iglesia con dos piezas, capitalismo y socialismo, cuyas ideologías eran profundamente materialistas. En el siglo XXI los intentos vuelven, pero marcadamente socialistas con rostro humanista.
Monseñor Romero que por un tiempo simpatizó con la tercera vía que ofrecía la Democracia Cristiana luego se desencantó de la misma, cuando se dio cuenta de que el elemento cristiano en el mar inmenso de dos imperios cuyas ideologías e intereses eran irreconciliables con el ideal y las exigencias del evangelio.
Los acuerdos de paz
El 16 de enero de 1992 se firmaron en Chapultepec los acuerdos de paz entre las partes contendientes, tras una larga guerra de insurgencia y contrainsurgencia librada en El Salvador por fuerzas guerrilleras opuestas al ejercito nacional, ambos apoyados por fuerzas militares y políticas foráneas, dentro del marco de la guerra fría geopolítica del tiempo.
El trabajo tesonero que hizo Monseñor Arturo Rivera Damas, quinto Arzobispo de San Salvador, para llamar a los salvadoreños a la reconciliación y al perdón mutuo, fue ignorado públicamente por las autoridades salvadoreñas hasta el 2007, fecha en que conmemorábamos los quince años de ese evento. En esa ocasión, el actual presidente de la república, en el discurso de ocasión, dijo: “ y no menos gloriosa y meritoria de la Patria, fue la tesonera labor de Monseñor Arturo Rivera Damas por llamar a los salvadoreños a la reconciliación, desde meses antes de que se firmaran los acuerdos de paz en Chapultepec. Sin ello tampoco habría sido posible la firma de los acuerdos”
La paz que ha reinado desde entonces en El Salvador, es segura, por cuanto las partes en contienda entendieron y acataron el llamado de la Iglesia a la reconciliación como único camino de solución de la guerra de doce años. Monseñor Rivera insistió mucho en que la paz no se logra desde convenios y firmas, sino desde el corazón de hombres que conocen la paz interior y pueden proyectarla al exterior, a la vida social, política y humana en general.
El Salvador se ha convertido para el mundo de los que luchan por la paz, en modelo de paz para edificar una sólida democracia. Los antiguos guerrilleros entraron desde entonces, deponiendo las armas, en el juego político de las democracias del mundo. Han jugado desde 1992 un papel importante como partido de oposición. Han aprovechado todo ese tiempo para aprender a gobernar a niveles de alcaldías, y ahora se encuentran preparados para demostrar su capacidad de gobernar todo el país, desde la presidencia de la república, la cual aspiran conquistar en las próximas elecciones presidenciales de marzo.
Toda América Latina está ahora impulsada por los vientos de un socialismo, como se le suele llamar, del 2001. Se trata de un movimiento que nace de sectores hasta ahora minus valorados, política y socialmente, que se aprestan a asumir en sus manos el destino de sus patrias, hasta ahora gobernadas por el capital agroindustrial del país, secundados por un militarismo poco noble, más bien servil.
El actual Arzobispo de San Salvador, Monseñor Fernando Sáenz Lacalle, ha seguido, a su modo y con su propio talante y personalidad, las huellas de sus antecesores. Ha sabido pastorear una grey de creyentes, católicos, divididos políticamente en dos bandos opuestos. Ha mantenido las aspiraciones proféticas de Monseñor Romero, sin tener él mismo ningún carisma de profeta; y ha continuado a cultivar en los corazones de los salvadoreños el llamado a la reconciliación y el perdón por lo que tanto luchó Monseñor Rivera Damas. Monseñor Sáenz lo ha hecho mediante un impulso claro a la vida espiritual como estrella que conduce a los hombres en su quehaceres políticos, económicos, sociales.
En los momentos preelectorales que vive ahora El Salvador, existe, en la población salvadoreña, una clara visión de la necesidad de acabar con los antiguos moldes sociales de gobierno. Ha sonado la hora histórica de la población hasta ahora socialmente marginada y políticamente perseguida. Los salvadoreños están persuadidos de que, cualquiera de los dos grandes partidos políticos actuales que llegue mayoritariamente al poder, ARENA (de derecha),o, FMLN (de izquierda), no pueden gobernar como hasta ahora se hizo. El clamor de los pobres y de los desposeídos es ya demasiado contundente, y se hace oír sin amenazas de violencia guerrilleras. Ya no hay excusa ni espacios para planes similares a los de Seguridad Nacional, ni para diseños comunistas al estilo soviético.
Ahora los salvadoreños hemos recibido el llamado de los Obispos Latinoamericanos, en la quinta conferencia continental, en Aparecida, para que en el quehacer político, seamos inventivos en el amor, practicando una caridad de compromiso, de acercamiento y de ir al encuentro de los más pobres y necesitados de la región.
Suenan aquí oportunas las palabras de Andrea Ricardi, en nombre de la Comunidad de San Egidio:
“Es necesario fundar una civilización de la convivencia entre muchos sujetos de nuestro mundo; Estados, religiones, realidades económicas, culturales, civiles…Hay que fundarla si queremos un futuro de paz. Esa civilización ya esiste en muchas regiones; está escrita en los cromosomas de las religiones, en las orientaciones de las culturas. ¡Gracias a Dios no se trata sólo de un esfuerzo voluntario! La civilización de la convivencia ya existe parcialmente, pero hay que ampliarla y hacerla estable, hay que aumentar su aceptación entre la gente. Para lograrlo, queda un inmenso trabajo cultural por hacer. Estamos aquí precisamente para trabajar juntos para hacer crecer este sueño”.
Conclusión
El camino de la paz en nuestros países centroamericanos esta sembrado de llanto, de luto, de muerte pero también de esperanza. Creemos que no en vano se derramó tanta sangre de los que murieron para que la justicia, la verdad, la libertad y el amor llegaran a constituirse en los pilares de nuestra democracias.